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lunes, 1 de enero de 2018

Carmen Franco y los diarios de Manuel Azaña







Esperanza Aguirre Gil de Biedma

Carmen Franco y los diarios de Manuel Azaña

Esperanza Aguirre Gil de BiedmaActualizado:
El lunes 23 de diciembre de 1996 a mediodía, en el salón Goya del Ministerio de Educación, estábamos todos los altos cargos del departamento felicitándonos la Navidad, cuando una secretaria me abordó para decirme que tenía una llamada urgente e importante. Fui a mi despacho -entonces no se había extendido aún el uso de los móviles- y me puse al teléfono: era Carmen Franco. Me sorprendió mucho esa llamada porque no la había tratado nunca y no tenía ni idea de qué podría querer decirme. Quería verme cuanto antes para entregarme a mí, que entonces, como ministra de Educación y Cultura, era la máxima responsable del patrimonio histórico y artístico español, unos papeles de su padre -«de enorme interés», añadió-. Me pidió que pasara cuanto antes por su casa para dármelos sin dilación. No me dijo exactamente de qué se trataba pero, eso sí, insistió en el interés que los papeles encerraban y me rogó que fuera muy discreta.
Así que esa misma tarde, sin decírselo a nadie, me fui a su casa de la calle Hermanos Bécquer y allí, sin el menor preámbulo, me mostró los tres cuadernos que contenían los diarios de Manuel Azaña, escritos de su puño y letra con pluma estilográfica y una cuidada caligrafía. Estaban bien encuadernados y al hojearlos podían verse líneas subrayadas con lápiz rojo que, según me dijo, eran obra de su padre. Me explicó que esos cuadernos los había encontrado unos días antes por verdadera casualidad cuando ordenaba estanterías de libros. Me los entregaba para que esos importantísimos documentos, que tanto podían ayudar a comprender mejor la personalidad del que fue presidente de la República y de su Gobierno, y para entender también mejor muchos de los episodios de la época republicana, fueran del Estado Español y estuvieran al alcance de todos los españoles.

Aznar y los diarios

De manera que salí de la casa de Carmen Franco con los diarios de Azaña en mis manos. Y me fui directamente a La Moncloa, donde el presidente Aznar nos daba a los miembros de su Gobierno una cena de Navidad. Allí, en un aparte, le dije a Aznar lo que acababa de pasarme y le expresé mi propósito de, cuanto antes, depositar los diarios de forma oficial en el Archivo Histórico Nacional. Estaba completamente de acuerdo conmigo pero, como estábamos en la víspera de Nochebuena y Navidad, decidimos que el anuncio oficial de la recuperación de esos cuadernos -que los historiadores habían buscado muchos años- y su entrega en el Archivo se harían el jueves 26. Eso sí, el presidente Aznar, que ya había manifestado en múltiples ocasiones su interés por la personalidad de Azaña, me pidió que, durante esos dos días de festejos navideños, dejara en sus manos los tres cuadernos porque quería hojearlos a fondo. Así lo hice.

De manera que el viernes 26 por la tarde me fui al Archivo Histórico Nacional donde, en compañía del secretario de Estado de Cultura, Miguel Ángel Cortés, y del director general del Libro, Archivos y Bibliotecas, Fernando Rodríguez Lafuente, entregué a la directora del Archivo los tres cuadernos de Azaña para que los archiveros procedieran a su análisis, emitieran un dictamen sobre su estado y determinaran las mejores condiciones de su guarda y custodia. En la misma rueda de prensa que di en el Archivo también planteé el importante y delicado asunto de la propiedad de esos cuadernos porque, insinué, podrían ser reclamados por algún legítimo heredero de don Manuel. En ese sentido declaré que, si apareciera ese heredero, el Estado estaba dispuesto a comprarle los importantísimos cuadernos. La prensa de aquellos días habló de un sobrino de Azaña, Enrique de Rivas, como posible heredero de esos cuadernos, pero este señor no los reclamó y la propiedad de los cuadernos pasó a ser, sin problemas, del Estado Español.
Por cierto, que mientras yo daba esa rueda de prensa, el jefe de mi gabinete, Javier Fernández Lasquetty, y Fernando Rodríguez Lafuente se dedicaron a hojear apasionadamente los cuadernos, en los que buscaron las anotaciones referidas al 10 de agosto de 1932, el día del fallido golpe de Estado de Sanjurjo. Pero lo que más les había impresionado, al margen del contenido, según me comentaron después, había sido la caligrafía de Azaña y el hecho de que hubiera páginas y páginas sin la menor tachadura. En eso coincidían con todos los historiadores que han estudiado esos diarios y que siempre señalan el inmenso cuidado que su autor ponía en su redacción, consciente, como era, de su indiscutible valor como testimonio, no sólo de su personalidad, sino de toda una serie de episodios trascendentales de la Historia de España.
Tengo que añadir que el mismo día 26, el primer día que volvía a haber prensa escrita después del parón del día 25, ABC daba ya la noticia de la recuperación de los cuadernos y, además, publicaba dos artículos -de Ricardo de la Cierva y de Federico Jiménez Losantos- llenos de interesantes informaciones sobre su historia y sobre las múltiples peripecias que los habían acompañado desde que salieron de las manos de su autor hasta que Carmen Franco me los entregó.

Peripecias

Unas peripecias que dan, sin duda, para escribir un libro y que nos ayudan a comprender mejor algunos de los aspectos de aquella tragedia que fue la Guerra Civil: el horror que siente Azaña cuando, en el Palacio Real -donde se ha instalado a vivir desde el comienzo de la guerra-, se entera de las matanzas en la Cárcel Modelo de agosto de 1936, con el asesinato del que había sido su jefe político, don Melquíades Álvarez. La inmediata decisión de enviar a su cuñado e íntimo amigo, Cipriano de Rivas-Cherif, como Cónsul General de España a Ginebra para alejarle de cualquier peligro y, al mismo tiempo, encomendarle la custodia de sus diarios. La posible imprudencia de Rivas al no esconder bien los cuadernos en el consulado. La actuación del diplomático Antonio Espinosa cuando decide pasarse al bando «nacional» y para evitar problemas de depuración roba esos tres cuadernos para que le sirvan de salvoconducto. El uso que los servicios de propaganda de Franco hicieron al publicar fragmentariamente esos diarios y la repercusión que esa publicación tuvo en las filas republicanas, en las «nacionales» y en la propia personalidad de su autor, don Manuel Azaña. Y la reacción personal de Franco al quedarse para su uso privado los cuadernos del que había sido su jefe directo como ministro de la Guerra, cuando sabemos que, desde las antípodas ideológicas y políticas, los dos se respetaban mutuamente.
Todavía hoy sigo sin saber cómo pudo enterarse este periódico de aquella entrega porque yo no dije nada y Carmen Franco tenía especial interés en que no se supiera hasta se hubiera llevado a cabo de forma oficial. Fue un éxito periodístico, sin duda.
De todo esto me he acordado al conocer la noticia de la muerte de Carmen Franco, a la que tenemos que agradecer que devolviera a todos los españoles un documento tan importante y tan interesante como lo son estos cuadernos.